Y es que FJL se pregunta si se ha hecho toda verdad sobre el caso.
Hannah Arendt nos dice que Josef K siente "la vergüenza que le produce el orden que rige el mundo, y la de ser él mismo un miembro obediente del sistema, a pesar de ser su víctima": aquí.
Así debe de sentirse Jamal Zougam. Póngase el lector un segundo en su pellejo y piense cómo se sentiría si Zougam es inocente.
Ha hecho falta que un documentalista francés, Cyrille Martin, se acordase de Jamal Zougam como de un posible nuevo Dreyfus, y que un murciano exiliado laboral en Francia, Gonzalo Montoro, lo entrevistase en un festival de cine francés, para que la censura en España haya vuelto una vez a caer sobre lo que puede llamarse sin rebozo "el caso Zougam". De eso algo sabe Joaquín Manso, periodista de investigación, bella tautología.
Verlo para creerlo aquí. Censura.
No es que Zougam se merezca la verdad, lo cual es obvio, es que se la merecen también las víctimas y, de paso, todos nosotros.
Gómez de Liaño hoy bracea (solidariamente: sabe de lo que habla) en "el mar de la injusticia rodeado de peces muertos" y como es un contenido sólo para abonados en El Español, me permito por un vez y en aras del bien común, hacer uso de mi derecho a la copia privada y poner sus reflexiones in extenso debajo. Se pregunta si no estaremos no ante una caso de "cosa juzgada" sino "prejuzgada".
La "culpa prefabricada" de Jamal
Zougam
·
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"La justicia es el apoyo del mundo
y la injusticia el manantial de todas las calamidades que le afligen"
(Paul Henri Thiry, Barón de Holbach. La moral universal o los deberes
del hombre).
En el mar de la injusticia, dice un
proverbio ruso, sólo nadan peces muertos, y es en la lucha donde se hallan
nuestros derechos afirmaba el maestro Rudolf Ihering para no caer en la
resignación de que las sentencias erróneas son simples fatalidades del destino.
Nótese y en este sentido conviene hilar delgado que, puesto que en el envés de
la justicia habita la injusticia, al final puede haber tanta injusticia como
justicia. La injusticia hace al hombre esclavo y al igual que la esclavitud, la
injusticia es una enfermedad que nadie debería sufrir.
Todas las citas y reflexiones anteriores
vienen a cuento del 12º aniversario, del atentado cometido en Madrid el 11 de
marzo de 2004 con el resultado espeluznante de cerca de doscientos muertos y
miles de lesionados y que judicialmente se zanjó con una sentencia que, a
juicio de no pocos, dio cumplidas y socorridas respuestas a muy justificadas
reivindicaciones, pero no resolvió muchas dudas que aún hoy siguen en
pie.
Tan respetable es aplaudir la sentencia del 11-M como considerar que no
contiene toda la verdad
Anticipo que probablemente el proceso
penal por este criminal hecho haya sido uno de los casos más difíciles que se
han planteado a la justicia española en toda su larga historia, lo cual me
permite defender que la sentencia no era fácil de pronunciar y que tan legítimo
y respetable es estar de acuerdo con la decisión judicial, como lo es
considerar que tal vez no contenga toda la verdad, de la misma forma que tampoco
lo hicieron las sentencias recaídas en los procesos por el golpe de Estado del
23 de febrero de 1981 o los asesinatos de los GAL. A estas alturas y aunque el
argumento no sea científico, lo único claro es que detrás de la terrible
tragedia del 11-M estuvo el mismísimo demonio.
Aparte de tan elemental presentimiento,
mi opinión es que algunos interrogantes notables que el atentado suscita no
recibieron la mejor respuesta judicial, comenzando porque la instrucción
sumarial quizá pudo incurrir en el fallo de "investigación de vía
única", en el sentido de no haberse reparado en otras posibilidades o
alternativas diferentes a las que la policía ofreció sobre su autoría desde el
día de la masacre.
Una de las peores desdichas del proceso
penal es que se construya bajo la inspiración del prejuicio, pues es la forma
más segura de alejarnos de la solución justa. Lo mismo que sucede con las
fobias de raza o de religión, cuando se investiga con prejuicios, el resultado
es una "culpa prefabricada" que jamás se detiene ante la ley de la
verdad.
Las identificaciones equivocadas son la causa del 80% de las condenas de
personas inocentes
Es en este ámbito donde cabe enmarcar la
única prueba que sirvió para la condena de Jamal Zougam a 42.922 años de
prisión al declarar probado que era miembro de una célula terrorista de tipo
yihadista y, como tal, autor de 191 homicidios consumados y 1.856 homicidios en
grado de tentativa.
La condena, según los magistrados que la
decretaron, se fundó en la identificación que de Zougam hicieron tres viajeros
de uno de los trenes, a los que se otorgó el estatuto de "testigos
protegidos". Tras estudiar los particulares de esos testimonios, tengo
para mí que la ligereza con la que procedieron esos testigos, uno de los cuales
ni siquiera estuvo en el juicio, rayó en lo inconcebible, aunque también
confirma lo que desde el primer momento mucha gente pensó, o sea, que más que
"protegidos", fueron testigos "elegidos" y que sobre ellos
es probable que se ejerciera una gran presión, sin descartar la recompensa o la
promesa. Las identificaciones equivocadas son, aproximadamente, la causa del
80% de las condenas de personas inocentes. Nadie seguramente se confiesa amigo
de lo falso y enemigo de la verdad, pero precisamente por esto, el vicio
intelectual resulta más temible en la práctica.
"No hay ser humano que pueda decir
que me vio en los trenes". Esto es lo que Jamal Zougam repite
constantemente para sus adentros en la celda donde vive aislado durante 20
horas al día. Lo mismo que declaró el 2 de julio de 2007, al final del juicio,
al hacer uso del derecho a la última palabra. Su madre Aicha y su hermana
Samira han dicho varias veces que la noche del 10 al 11 de marzo de 2004 su
hijo y hermano la pasó en casa y que en la mañana siguiente, cuando la televisión
y la radio daban la noticia del atentado, dormía junto a su otro hermano
Mohamed. Lo dijeron en la fase de instrucción del sumario e incluso en el
plenario. Sin embargo, la sentencia no otorgó validez a esos testimonios.
El 25 de septiembre de 2015 recibí una
carta de Jamal Zougam, escrita de su puño y letra desde la prisión de Teixeiro.
Entre otras cosas, me decía: "Le juro que nada he tenido que ver con ese
terrible atentado, nadie puede afirmar sin mentir que yo estaba allí (…) Estoy
en las profundidades y casi no veo ninguna luz, toda mi lucha termina en
fracaso tras otro. Mi condena es una traición a la justicia, a la verdad y a
toda la humanidad (…)". Vicente Ferrer lo escribía el viernes pasado en
estas mismas páginas: "La soledad, la amargura de sentirse víctima de una
injusticia y la humedad de las paredes de la cárcel coruñesa han hecho mella en
Zougam".
Yo no soy nadie para juzgar a nadie y
menos a los señores magistrados que pronunciaron y firmaron la condena de Jamal
Zougam. Lo que sí sé muy bien es que la búsqueda incesante de la justicia es un
camino sin fin y la perseverancia una de sus características. Siempre me
sobrecogió la idea de la condena de un inocente.
Un error puede acaecer en cualquier
lance judicial y no sería la primera vez que en un asunto relacionado con el
terrorismo se condena a personas equivocadas. Ahí está el caso de los Cuatro de
Guildford, que alcanzó notoriedad en la película En el nombre del padre y
es considerado como uno de los peores errores judiciales del Reino Unido.
Los
jóvenes
Gerry Conlon, Paddy Armstrong, Paul Hill y Carole Richardson fueron
detenidos en 1974, acusados y encarcelados por un atentado del IRA contra un
bar de las afueras de Londres, en el que murieron cuatro soldados y un civil y en el que luego se demostró que aquellos nada tuvieron
que ver.
Tan terrible fue la injusticia que Tony Blair, en la Cámara de los Comunes
y de forma pública, pidió "perdón por lo ocurrido y por el sufrimiento de
los condenados injustamente". "Ellos merecen quedar
completamente y públicamente exonerados", insistió el jefe de Gobierno
tras admitir el trauma sufrido por aquellos cuatro muchachos a causa del
monumental error judicial.
Errar es de humanos, nos dejó dicho
Séneca, pero que alguien sea condenado por un delito que no cometió resulta
estremecedor, de una gravedad insoportable. Más vale agitarse en la duda que
descansar en el error, escribe el gran penalista Manzoni y no se olvide que los
errores judiciales envejecen con rapidez y acaban pudriéndose. Un error
judicial puede durar tantos años como los que a Jamal Zougam le quedan de
cumplimiento de la pena impuesta.
De El proceso, de Kafka, es
este diálogo:
— No, no hay que creer que todo sea
verdad; hay que creer que todo es necesario.
— Una opinión desoladora.
Confieso mi incapacidad para presagiar
el final del proceso judicial que mantiene a Jamal Zougan encerrado a cal y
canto y que en principio, según la liquidación de condena, lo será hasta el año
2044. Ojalá que algún día no muy lejano podamos leer en EL ESPAÑOL un editorial
titulado "La anulación de la condena de Jamal Zougam ha triunfado",
lo cual significaría que se habría vencido al principio de la "cosa
juzgada" -res iudicata pro verita habetur-, ese sofisma que vive en
una absurda atmósfera de reverencia, hasta el punto que aquél que invoca su
nombre para combatirlo, lo hace en vano y merece ser llamado sacrílego.
De lo que sí estoy seguro es de que nada
hay peor para la conciencia que el espectro de un inocente que en sueños se nos
aparece cruelmente torturado por un crimen que no ha cometido.
*** Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado en excedencia.