La prensa socialdemócrata más buenista (y aquí analfabeta: ¡escribir "mallas" con una "y", faut le faire!) intentado pintar una idílica alianza de civilizaciones "bikini-burkini", una convivencia erdogana y zapateril, en este caso en las playas del Líbano (40% de cristianos).
¡Hasta habría varones domados que se bañan vestidos por pura solidaridad!
Qué natural resulta la convivencia de las (y los) burkinistas con las (y los) bañistas occidentales y sus bañadores...
Aquí.
Espada, en su karta dominical, le da vueltas y más vueltas al burkinismo. Que si la estética, que si la moral, que si la hipocresía del Occidente más retroprogresista... Que si se legisle su práctica...
Y al final se marea y sólo ve a una mujer diacrónica en las playas del tiempo.
Aquí.
Pero el problema del burkinismo es que ya no es un asunto ni moral, ni estético ni siquiera civilizacional: se ha convertido en un problema político.
Y no hace falta ser un visionario como Houellebecq ni escribir una novela como Sumisión para ver que quien lleva burkini u otro atuendo velador (lo haga por la razón que lo haga) está ejerciendo de soporte humano objetivo, de mujer-anuncio, de colaboradora necesaria para el mensaje político de un movimiento llamado islamismo, y que algunos llaman islamofascismo.
Una de cuyas premisas principales es la sumisión de la mujer al varón: la primacía del burkinista prescriptor sobre la burkinista prescrita.
Y es que si estamos en guerra, como dicen Hollande y Valls, contra el islamismo radical, hemos de estar en guerra también contra esta guerra de propaganda, que es lo que es el burkinismo.
Y por tanto en contra de las mujeres-propagandistas en nuestras playas.
Legíslese ya, pero en una lógica de guerra.