Se supone que es el día más triste, más sombrío, más deprimente del año, sobre la base de una supuesta ecuación cientista.
Paparruchas, cagarrutas imperiales.
Pura pseudociencia, mera veracidosidad, truthiness.
Hoy, sin ir más lejos (cierto que incomprensiblemente) este blog ha superado las cinco mil páginas visitadas.
Judith Rich Harris habla en edge.org. del problema de la pseudociencia (en la wikipedia española no mencionan la edición española de su última obra, No hay dos iguales: menuda wikimierda) y de que el mal también afecta, y esto es lo grave, a la ciencia y a sus divulgadores:
La veracidosidad* en la investigación
científica (Judith Rich Harris)
El tema no es nuevo. Durante décadas circularon
rumores sobre célebres científicos de la Historia tales como Newton, Kepler y
Mendel. Se les acusaba de que los resultados de sus investigaciones eran
demasiado buenos como para ser ciertos. Debieron de haber falsificado los datos o, al menos, haberlos maquillado un poco. Pese a todo, Newton, Kepler y Mendel
mantienen sus bustos en la Galería de la fama científica. La reacción habitual de
quienes oían tales rumores consistía en encogerse de hombros. ¿Pero qué más da?
Tenían razón, ¿no?
Lo novedoso es que hoy todos parecen hacer esto,
pero no todos tienen razón siempre. De hecho, según John Ioannidis, ni
siquiera tienen razón la mayor parte del tiempo.
John Ioannidis es el autor de un trabajo titulado Por qué la mayoría de los hallazgos que se
publican son falsos, aparecido en una revista médica en 2005. Hoy se lo
califica como “seminal” e “insoslayable”, pero al principio recibió poca
atención fuera del campo de la medicina, e incluso a los investigadores médicos
poco pareció quitarles el sueño.
Más tarde, gente de mi propio campo, el de la
psicología, empezó a plantear dudas similares. En 2011, la revista Psychological Science publicó un estudio que lleva por titulo: Psicología del
falso positivo: la flexibilidad
encubierta en la recogida y análisis de datos permite presentar
cualquier cosa como si fuera importante. En 2012, esta misma revista publicó un trabajo
sobre “la prevalencia de las malas
prácticas en investigación”. Resulta que en un estudio anonimizado llevado a cabo con más
de 2000 psicólogos, el 53% de éstos
admitió no haber justificado todas las medidas dependientes de sus estudios, el
38% había decidido eliminar datos tras ponderar el efecto que éstos podrían tener en
los resultados y el 16% había dejado de recabar datos antes de lo previsto
porque ya se habían logrado los resultados perseguidos.
La puntilla se dio este agosto de 2015. La noticia
se publicó primero en la revista Science
y se propaló rápidamente por todo el mundo a través del New York Times, con un título sin duda que quería ser chistoso: “Los psicólogos agradecen mucho
aquellos análisis que ponen cuestión su trabajo”. El artículo pintaba un
panorama bastante más realista. “El campo de la psicología acaba de encajar un revés tremendo”, es el arranque
del texto. “Un nuevo análisis revela que de casi 100 estudios publicados en
las tres revistas de psicología más
prestigiosas, sólo el 36% de los hallazgos podían darse por buenos si se
repetían con rigurosidad los experimentos iniciales”. En promedio, las réplicas sólo arrojaban la mitad de los
efectos recogidos en las publicaciones originales.
¿Por qué han ido tan rematadamente mal las cosas en la
investigación médica y psicológica? ¿Y qué puede hacerse para remediarlo?
Creo que hay dos razones que explican el declive de la
verdad y el auge de la veracidosidad
(*) en la investigación científica. En primer lugar, la gente ya no hace
investigación por placer, para satisfacer su propia curiosidad. Investigar se ha convertido
en algo que hay que hacer si se quiere prosperar en el mundo académico. Les
guste o no, sean buenos o no, los investigadores deben presentar trabajos cada
pocos meses para que sus carreras no se malogren. Las recompensas por publicar
han aumentado demasiado, en comparación con las recompensas por hacer otras
cosas, como por ejemplo: simplemente dar clase. Mucha gente está haciendo pues investigación por
las razones equivocadas: no para satisfacer su curiosidad sino para satisfacer
su ambición.
Y son demasiadas las revistas que publican demasiados
estudios. La mayoría de lo que se recoge en éstos es irrelevante o aburrido o
erróneo.
La solución sería dejar de recompensar a la gente
sobre la base del volumen de lo que publica. ¡Seguro que las comisiones
dictaminadoras en las grandes universidades pueden encontrar otros criterios en
los que basar sus decisiones!
La segunda cosa que se ha hecho mal se da en los propios trabajos de
investigación publicados. La mayoría de las revistas mandan valorar los
manuscritos recibidos. Los críticos que se encargan de ello son expertos no
remunerados del mismo ámbito, de los que se espera que lean el manuscrito
cuidadosamente, emitan juicios sobre la importancia de los resultados y la
validez de los procedimientos,todo ello dejando de lado cualquier
consideración sobre cómo podrían afectar a sus propias perspectivas las publicaciones objeto de su evaluación. Es una ardua tarea que a lo largo de los
años se ha ido volviendo más ingrata, a medida que la investigación se ha hecho
más especializada y los datos analizados más complejos. Propongo que esta tarea
sea desempeñada por expertos remunerados, especialistas de reconocido prestigio
en el análisis de las investigaciones. Quizás esto podría proporcionar una vía
alternativa para acceder al mundo académico a todas aquellas personas que no
disfrutan especialmente con la meticulosidad que supone llevar a cabo una
investigación, pero a las que les encanta
detectar fallos y virtudes en
investigaciones ajenas.
En la película de Woody Allen El dormilón,
ambientada en un futuro dentro de dos siglos, un científico explica que antes
las personas creían que el germen del trigo era muy saludable, y que la carne roja, los pasteles de nata y los
caramelos blandos de azúcar no lo eran, “justo lo contrario de lo que ahora
sabemos.” Es una broma que viene aquí casi como anillo al dedo.
La mala ciencia acaba dando mala fama a la ciencia.
No importa tanto que el germen de trigo sea más o
menos saludable; pero lo que sí es de crucial importancia para asegurar el futuro del planeta y de sus habitantes es que la gente crea en la investigación científica y
no se la tome a rechifla.
(*) En el original: “Truthiness”, neologismo
creado en 2005 por el periodista
televisivo estadounidense Stephen Colbert. Se trata de un tipo de
“verdad” que una persona “afirma saber intuitivamente, porque le sale de dentro
o porque tiene el pálpito de que es cierta, pero sin que esta se base en
pruebas, en la lógica o en el menor escrutinio intelectual”.