Puigdemont ha hablado en Cibeles de la independencia, con pocas novedades reseñables. Ni siquiera ha anunciado una fecha. Ha divagado un poco en torno al "precedente Tarradellas", tirado por los pelos.
Antes, un puñado de falangistas lo han insultado un poquito y le han tirado dos o tres objeto no identificados, y han enarbolado alguna bandera franquista, entre la indiferencia general del pueblo madrileño.
Los dos teloneros, Junqueras y Romeva, han aburrido a las ovejas, como no han de hacer los teloneros profesionales, que están para calentar el ambiente.
Puigdemont ha leído un discurso mediocre en un tono sobrio, de trámite. Lo han interrumpido un par de veces unos aplausos moderados. El aplauso final ha sido también de decibelios modestos.
Hace años dije que las conferencias leídas deberían prohibirse por ley.
Me reafirmo.
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La noticia estaba hoy en el borrador golpista bastante grotesco que ha publicado El País y que la Generalitat o los partidos independentistas no han desmentido que fuera cierto.
Rajoy ha considerado que era una gota que colmaba el vaso. Una filtración.
Ha tenido que agarrarse a una filtración de un texto ubuesco para tranquilizar al pueblo español ("puedo decir a los españoles que no tengan problema") sobre las intenciones golpistas de unos dirigentes regionales y se ha permitido criticar ese texto en algunos de sus extremos, legitimando así la premisa sobre la que reposa toda la estrategia política de los independentistas: tenemos un mandato popular para ello.
Está claro quién lleva la iniciativa y marca los tiempos.
Las independencias a las bravas siempre se han hecho por la política de los hechos consumados.
A ver si al final el que va a tener vértigo al final no es el que parecía.