domingo, 30 de octubre de 2016

Robando al narrador

El historiógrafo Aaron Sachs aboga por hacer legible la prosa académica robándole técnicas a la narrativa (en reciprocidad, ya que la narrativa se las robó antes a la ciencia); casi una vana tarea en el ámbito hispánico, porque no hubo, o apenas, robo previo.

Dice Sachs que uno de los mejores consejos para el escribidor es "revisa durante la composición" del texto.

Discrepo: eso impide avanzar en el texto, pues corre el riesgo uno de enamorarse de las propias palabras, de su sonoridad no abolida, de tanto pulir y repulir la frase; no en vano Vargas Llosa cuenta que escribía la primera versión de una novela con su eléctrica en un rollo de papel no rebobinable: así se garantizaba que la historia avanzara sin mirar constantemente por el retrovisor.


Tiempo habrá luego, como el pintor, de darle capas y retoques a la escritura, que no es sino un tejido tramado por una lanzadera llamada: Relectura & Revisión.

El mejor amigo del texto es el reposo: su prueba del algodón. Si resiste a la cuarentena el texto, imprímase.


En V.O., aquí.

Y aquí en tradu exprés:

La callada música de las palabras

¿Cuál es la diferencia entre la escritura académica y la literaria? Si esto te suena a broma, te adelanto que los remates del chiste serán variados. Estilo. Voz. Jerga. Balizas ( "El objetivo de este capítulo es..."). De hecho, la jerga contamina hasta tal punto la escritura académica que las balizas resultan indispensables para que el lector pueda comprender algo.
Seguramente mis prejuicios ya han quedado al descubierto, y tal vez quepa hablar de autoodio, ya que servidor pertenece al mundo universitario. Me declaro pues culpable. Pero también aprecio mucho aquello con lo que los académicos contribuyen a este debate. Destacamos en materia de argumentaciones. Somos exhaustivos. Nuestras abundantes citas permiten a los lectores compulsar nuestro trabajo e  involucrarse a fondo en las conversaciones que tratamos constantemente de suscitar. Algunos académicos profesionales incluso contemplan la escritura como un arte y un oficio en sí, y no un simple medio para presentar los resultados de una investigación.
Les estoy particularmente agradecido a mis compañeros de viaje que han tenido a bien organizar seminarios de escritura para doctorandos. Tal vez la próxima generación de universitarios pueda aprender a escribir con mayores habilidades. No obstante, la prosa refinada a muchos académicos les choca como algo propio de diletantes, lo cual provoca que los estudiosos más jóvenes se ciñan a las plantillas preestablecidas por temor a dar el cante en el mercado de trabajo académico.
Pero ¿no debería haber formas de mejorar la escritura académica sin perjudicar la credibilidad científica? Periodistas, ensayistas, e incluso biógrafos hacen un constante uso de la investigación académica para apuntalar su prosa. ¿Por qué los académicos no podrían robarles ciertas técnicas literarias a ellos?
Para mejorar mi propia escritura, he buscado a menudo la inspiración en la prosa creativa, sobre todo en la narrativa. Sin embargo, recientemente, me ha parecido muy útil leer con detenimiento un par de manuales de escritura de Phillip Lopate y Verlyn Klinkenborg, veteranos profesionales de la literatura de no-ficción pero que también son doctores universitarios y han trabajado en el mundo académico.
Lopate, conocido sobre todo por su excelente antología, The Art of the Personal Essay (El arte del ensayo personal) y por artículos tan espinosos como “Against Joie de Vivre” (“En contra de la alegría de vivir” aquí en inglés) , ofrece una pasarela para los académicos interesados en la posibilidad de combinar academicismo con ingenio. Tal como sugiere el título de su manual To Show and to Tell (Mostrar y contar), a Lopate le incordian los lugares comunes que menudean en los talleres de escritura creativa ("muestra, no expliques") y, en cambio, aboga por el equilibrio y la flexibilidad. Hay un tiempo para la sugerencia sutil y hay un tiempo para la "explicación y el análisis" directos, y en el núcleo del potencial específico que tiene la no-ficción se hallaría la cuidadosa ponderación de ambas modalidades. (Stephen Pyne, un experto en mi propio campo, la Historia de los Estados Unidos, hizo recientemente una observación muy similar en su libro Voice andVision: A Guide to Writing History and Other Serious Nonfiction. (Voz y visión: guía para historiógrafos y otras obras serias de no-ficción).
Lopate se considera a sí mismo principalmente como un narrador más que un profesor o un intérprete o un crítico o un abogado; el ensayo literario, subraya, “no es una prueba lógica o un escrito jurídico”. Se nutre de contradicciones internas y de un sentido de la exploración: "Si  cuando te sientas a escribir ya lo sabes todo de antemano, es muy probable que la pieza resultante parezca seca y muerta a su llegada". Esto en cuanto a la disciplina para un esquema. Al mismo tiempo, Lopate reconoce con todo que "mis propios ensayos siempre contienen un argumento implícito y son un intento de persuadir". Ver la compatibilidad potencial de la narrativa con el análisis, de la exploración con la argumentación (por ejemplo, en los escritores clásicos de no-ficción, tales como James Baldwin, George Orwell, Virginia Woolf, o Susan Sontag)  quizá sea explorar nuevas posibilidades de combinar la investigación profunda con una prosa que tenga garra y a la vez sea digna de ser recordada.
Lopate también proporciona agudos recordatorios de que toda buena escritura depende del oficio. La teoría del equilibrio entre mostrar y contar puede ayudar, pero sólo hasta cierto punto. Consideremos, por ejemplo, cómo desentraña él un largo párrafo extraído de uno de los ensayos de Baldwin. Lopate nos da su propio largo párrafo, que resulta estar compuesto de una sola frase, un “tour de force” de análisis retórico comprimido. "Todo está ahí", nos dice Lopate:

Los ritmos de la Biblia “King James” [en] Baldwin, repeticiones orales  propias de un sermón, y la serie anafórica (“y/y”, “negrura / negrura"); sus oxímorones ( "aplastante encanto"); su fulminante pero infravalorado uso de la interpolación en las frases ( "Nunca, que yo sepa, y sin ningún  tipo de éxito"); ...su capacidad para sostener una frase muy larga sin cansar ni confundir al lector, y, a continuación, utilizar frases cortas o fragmentos de oraciones para dar variedad; su voluntad de apartarse de un detalle específico y hacer una generalización lo más amplia posible; ... su desprendimiento y su humor negro; y, en fin, su generosa iniciativa consistente en identificarse y mostrar complicidad  con el defecto ( “esta amargura”), que antes había parecido denigrar.

Si alguna vez has enseñado escritura, todo esta lista y explicación de las técnicas de Baldwin pueden ser percibidas como algo gremial y consabido: ¿Cómo esperar que se pueda escribir ingeniosamente sin entender estos elementos básicos de la Retórica? Pero por otro lado, para el típico profesor de humanidades o el estudiante de doctorado, el análisis de Lopate podría ser muy revelador. ¿Resultaría realmente tan problemático o tan radical introducir este tipo de conciencia en un programa de doctorado en Historia, por ejemplo?
Tanto si eres académico como si no lo eres, si ya te sientes inclinado hacia enfoques radicales y si estás preparado para cuestionar tus convicciones más arraigadas sobre el proceso de la escritura, entonces Verlyn Klinkenborg te llevará aún más lejos que Lopate. Su libro Several Short Sentences About Writing (Varias frases cortas sobre la escritura), aunque no carente de sus frustrantes cualidades (repeticiones, toques de arrogancia, incluso unas pocas frases descuidadas), es el manual de escritura más entusiasmante que he leído nunca, una obra  mucho más convincente y coherente que la colección de ensayos de circunstancia de Lopate. "No hay reglas", nos explica Klinkenbor de entrada, "sólo experimentos." Pero sus experimentos ponen un énfasis y un rigor que se asocian más comúnmente (si bien esto es una falacia) con la ciencia que no con el arte.
En vez de encarecernos a que abramos las compuertas de nuestra mente y dejar que los ríos de de la prosa fluyan sobre la página, Klinkenborg insiste en que seamos más duros con nosotros mismos y que nos centremos menos en abstracciones tales como los argumentos o la investigación y, en cambio, dirijamos nuestra atención a lo que cada una de nuestras oraciones está diciendo. Uno de sus mantras es “revisa en el momento de la composición”. Él propugna la crueldad absoluta, pues es ya tanto lo publicado por ahí que está viciado no sólo por la jerga, sino también por “construcciones endebles”, "frases sin sentido", y una dicción dificultosa y muchas palabras manidas… Eso sin ni siquiera mencionar el pecado imperdonable y cometido por prácticamente todos los escritores académicos: trufar su prosa con palabras que no vienen a cuento, frases superfluas, y verborrea redundante.
Si nosotros, los académicos, sentimos la tentación de ignorar el estilo en aras de la sustancia, y de mirar más allá de la escritura para privilegiar las ideas, deberíamos recordar que "no hay más señales de cuál es tu intención aparte de las propias oraciones".
Nunca me ha convencido ninguna definición de una disciplina académica; ¿acaso no habrá muchos métodos legítimos para la producción de Historia? Pero cuando Klinkenborg defiende la disciplina de la escritura --la disciplina de juzgar cada una de las frases sobre la base de su sintaxis y gramática y sus resonancias de sonido y ritmo--,  puedo oír de pronto cada sección de una orquesta que entra exactamente cuando lo indica certeramente la batuta del director. Cada palabra, cada momento, cada nota importan, como importa el silencio entre los sonidos. "La escritura no es una cinta transportadora que lleva al lector hasta “el punto” final de la pieza, donde se le dará a conocer el significado", argumenta Klinkenborg. “La buena escritura es significativa en todas sus partes, una delicia repartida por doquier”.
Sí: debiera existir placer en la prosa; uno debería ser capaz de deleitarse con los verbos energéticos de cada frase y con las metáforas sorprendentes, y con la "textura, ritmo, estructura, realidad". Ser disciplinado como escritor es preocuparse por cada palabra y por cómo se relaciona ésta con las demás. Dicho de otra manera, ser disciplinado como escritor es preocuparse menos de lo que tu lector sacará de tus frases, y más acerca de cómo tu lector las experimentará.
Trata de leer tus propias frases en voz alta. ¿Cómo las sientes? Pues bien, confía en esa sensación.
Klinkenborg reconoce que sus compañeros doctorados, sus pares, tendrán que “desaprender” o “superar” su formación académica, porque se les había enseñado que el único sentido de la lectura es ser capaz de resumir el asunto principal de lo que se ha leído. El sentido se reduce a “lo que puede ser restituido”. Pero nuestros impacientes hábitos de lectura (o de (h)ojeo) pueden traducirse en hábitos de escritura más didácticos y más tolerantes: empezamos por plantar postes señaladores, y luego los arrancamos de la tierra y los usamos a modo de cachiporras. Esto es bastante malo en sí mismo (y ningún lector apreciará el chichón propinado en la cabeza), pero tales técnicas también vienen con los costes de oportunidad aparejados: renunciar a la posibilidad de la implicación, de la invocación de resonancias culturales y lingüísticas más profundas, “la capacidad de sugerir más de lo que las palabras parecen permitir”.
La prosa  balizada se convierte a menudo en prosa banalizada. Y en conserva. Al igual que Lopate, Klinkenborg hace hincapié en que la euforia puede enseñorearse de la escritura si uno está dispuesto a entregarte al proceso, a averiguar lo que está tratando de decir mientra luchas por decirlo, en lugar de actuar como si ya lo supiera y apenas ejecutara un acto de traducción. Con un poco de suerte y un mucho de diligencia, Klinkenborg da a entender que es posible “contraer el hábito de sorprenderte a ti mismo. El lector sentirá la frescura del descubrimiento en la prosa porque el escritor casi siempre revela la emoción de un descubrimiento en el ritmo y la intensidad de las propias frases”. Pero, por supuesto, no se puede simplemente dejar que la prosa reveladora emane de ti, pues las frases que parecen presentarse voluntarias son casi siempre “aburridas, muy parecidas, y producen sólo un pequeño número de estructuras posibles y  frases de lo más predecibles, los clisés inevitables."
Con un sentido del equilibrio que Lopate, sin duda, alabaría, Klinkenborg llega a la conclusión de que el escritor eficaz “aprenderá a vivir en algún lugar entre la seguridad y el caudal”. A menudo dedicará un tiempo  a "escuchar los ecos, las oportunidades. A veces te encuentras resiguiendo las huellas de palabras, frases, recuerdos, que revolotean por la mente… Las frases se originan y adoptan su infinita variedad en tu interior, en tus lecturas, en tu memoria táctil de los ritmos, en tu sentido lúdico que mora en el corazón de la lengua, en tu percepción del mundo”.
Ese enfoque será un reto para la mayoría de los académicos. Tenemos tendencia a ser recompensados ​​por conclusiones fehacientes; por certezas, no por caudales, no por frases que revolotean por nuestras mentes. Somos recompensados ​​por la lógica sólida y la clasificación de las pruebas. Somos recompensados ​​por seguir reglas y plantillas y, en última instancia, por construir argumentos que pueden acabar con las tres letras en negrita "QED" (Quod erat demostrandum). Los académicos nunca se han jugado tradicionalmente sus carreras a la carta del arte de la sugerencia (al menos no que yo sepa con éxito).
A pesar de su protesta sobre la implicación, el propio Klinkenborg exhibe un argumento contundente, del que sin duda le gustaría que extrajéramos un significado muy concreto.. En consonancia con la moda académica más clásica, él llena las últimas 50 páginas de su libro con jubilosos análisis de buenas frases salidas de la pluma de autores famosos, y con unas correcciones hilarantes pero algo mezquinas de unas malas frases escritas por sus alumnos (habla justamente de “un aplastante encanto”). Cuando uno cierra el libro, debería poder entender lo que funciona y lo que no. QED.
A pesar de la aversión de Klinkenborg hacia la prosa académica, a continuación, él mismo da a entender que ese tipo de enfoque argumentativo aún podría ser útil, siempre y cuando el estilo que uno emplee no sea demasiado formulista. Su libro está destinado a cubrir todos los tipos de prosa de no-ficción, y él está plenamente convencido de que el género no debe tener  ningún poder a la hora de determinar las formas. Así que (presumiblemente) hasta el estudioso más orientado hacia la investigación podría adoptar su método, lo que (presumiblemente) haría feliz a Klinkenborg, si bien podría asimismo ocasionarle un berrinche si dicho investigador afirmara haber adoptado su "metodología".
Así que, ¿cuál es la diferencia entre la no-ficción académica y la no-ficción literaria? Mi respuesta preferida es que no tiene por qué haber diferencias.
Y para aquellos académicos que preferirían una conclusión más clara, más normativa: por favor, si se topan con alguna escritura académica que incurre en ciertos riesgos creativos, abran su mente a ella. Denle una oportunidad; traten de entenderla de una manera autónoma. Sobre todo si está escrita por un estudiante universitario o un profesor sin plaza fija.

In :
https://theamericanscholar.org/the-hidden-music-of-words/


P.D.

En algo acierta Sachs: son el fraseo y las resonancias lo que capta.

Son el fraseo y las resonancias lo que rapta.