domingo, 31 de julio de 2016

Telos

Torres del Moral analiza el procedimentalismo teleológico de la candidatura de Rajoy Brey según el ordenamiento en vigor, CE y Reglamento del Congreso.
Aquí.
Rajoy no puede no ir a la investidura.
Hasta el punto que si no fuera, fuese o fuere, debería dimitir.

Cosas del telos.

Cualquier otra interpretación sería de inspiración libre, sin copyright constitucional.


Por un periodismo de la verdad

En The Guardian

"Cómo la tecnología ha alterado la verdad"

Tribuna de Katharine Viner del 12 de julio de 2016.

Es algo elemental lo que dice, pero elemental es lo que decía Holmes a Watson.

Aquí en VO.

Aquí en versión exprés subtitulada (ojo, que el artículo es muy largo).


Un lunes por la mañana del pasado mes de septiembre Gran Bretaña se desayunó con el relato de la noticia de una gran depravación: según el Daily Mail, el Primer Ministro David Cameron había cometido un "acto obsceno con la cabeza de un cerdo muerto". "Un distinguido coetáneo suyo de los tiempos de Oxford afirma que Cameron participó en cierta ocasión en una infame ceremonia iniciática que tuvo como protagonista a un cerdo muerto en el ‘Piers Gaveston’ ”, informaba el diario.  El “Piers Gaveston” es el nombre de un bullicioso club universitario de Oxford; los fautores de la historia afirmaban que su fuente era un parlamentario, quien aseguraba haber visto las pruebas de todo ello en forma de fotografías: “Por insólito que pueda parecer, se da a entender que el futuro Primer Ministro habría introducido cierta parte privada de su anatomía dentro del animal".

El relato, extraído de una nueva biografía sobre Cameron, provocó un inmediato revuelo. Fue algo muy burdo pero una oportunidad pintiparada para humillar a un Primer Ministro elitista,  pero muchos dieron por cierta la noticia, siendo Cameron como era antiguo miembro del conocido Bullingdon Club. En cuestión de minutos  #Piggate y  #Hameron marcaron tendencia en Twitter, e incluso políticos de altos vuelos se unieron al jolgorio: Nicola Sturgeon dijo que las acusaciones tenían "entretenido a todo el país", mientras que Paddy Ashdown bromeó con que Cameron estaba "acaparando todos los titulares". En un primer momento, la BBC se negó a dar cobertura a la noticia, y el 10 de Downing Street dijo que la historia no se merecía siquiera una respuesta, pero pronto se vieron obligados a emitir un desmentido. Y así es como un hombre poderoso fue avergonzado sexualmente de una manera que nada tenía que ver con sus políticas generadoras de discordia; se trataba algo frente a lo cual nunca podría realmente responder. ¿Pero a quién le importaba todo eso? Él podría soportarlo…

Entonces, después de un día lleno de diversión on line, sucedió algo llamativo: Isabel Oakeshott, la periodista del Daily Mail que había coescrito la biografía de Cameron junto con el  empresario multimillonario Lord Ashcroft, acudió a la televisión y admitió que ella no sabía si su escandalosa y descomunal exclusiva era siquiera cierta. Presionada para que aportase elementos probatorios sobre la inaudita noticia, Oakeshott reconoció que carecía de prueba alguna.

"No pudimos comprobar a fondo las declaraciones de la fuente", dijo en Channel 4 News. "Así que nos limitamos a reproducir la información que nos facilitó dicha fuente...  Nosotros no decimos que nos parece cierta." Dicho en otras palabras, no había pruebas de que el Primer Ministro del Reino Unido hubiese "introducido cierta parte privada de su anatomía" en la boca de un cerdo muerto, una noticia recogida por docenas de periódicos y repetida en millones de tuits y actualizaciones de Facebook y que mucha gente, probablemente, dé todavía por verdadera a fecha de hoy.
Oakeshott fue aún más lejos, al absolverse a sí misma de cualquier responsabilidad periodística: "Depende de otras personas el decidir si le dan alguna credibilidad o no a la noticia", concluyó. Esta no es, por supuesto, la primera vez que se publican afirmaciones peregrinas sobre la base de pruebas endebles, pero se trataba en este caso de una defensa inusualmente desvergonzada. Parecía que a los periodistas ya no se les exigía que creyesen en la veracidad de sus propias historias ni necesitaban, por lo visto, aportar prueba alguna. En cambio, dependía de cada lector -quien ni siquiera conoce la identidad de la fuente- darle o no credibilidad a la noticia. ¿Pero sobre la base de qué? ¿De una corazonada, de su intuición, de su estado de ánimo?

¿Sigue importando la verdad?

Nueve meses después de que Gran Bretaña se desayunara riéndose con las hipotéticas intimidades porcinas de Cameron, el país amaneció el 24 de junio viendo cómo a las 8 de la mañana el Primer Ministro, en carne y hueso, anunciaba su dimisión frente a su residencia en Downing Street.

"Los ciudadanos británicos han votado salir de la Unión Europea y su voluntad debe ser respetada", declaró Cameron. "No ha sido una decisión tomada a la ligera, sobre todo porque muchas cosas fueron dichas por organizaciones diferentes acerca de la importancia de esta decisión. Así que no puede haber ninguna duda sobre el resultado".

Pero lo que quedaba claro justamente desde el principio era que casi todo estaba todavía en el aire. Al final de una campaña que casi monopolizó las noticias durante meses, de pronto se hizo patente que los ganadores no tenían un plan sobre cómo o cuándo el Reino Unido abandonaría la UE, mientras que las engañosas afirmaciones de campaña que llevaron a los partidarios de la salida a la victoria se derrumbaban de golpe y porrazo. El mismo viernes 24 de junio a las  6h 31,  apenas una hora después de que el resultado del referéndum sobre la UE hubiera quedado claro, el líder del UKIP Nigel Farage reconoció, en efecto, que un Reino Unido post-Brexit no tendría ese anunciado ahorro de 350 millones de libras semanales a disposición del sistema de sanidad pública, uno de los temas clave en el campo de los favorables a la salida que incluso había merecido los honores de figurar impreso en el autocar de campaña del "Vote por la salida". Unas horas más tarde, el eurodiputado conservador Daniel Hannan declaraba que era improbable que se redujese la inmigración, otra de las exigencias más importantes de la campaña.
No era desde luego la primera vez que los políticos habían fallado a la hora de dar lo prometido, pero pudiera ser la primera vez que admitían, la mañana misma después de la victoria, que las promesas habían sido falsas desde el principio. Esta había sido la primera votación importante en la era política de la post-verdad: la apática campaña en favor de la permanencia había tratado de luchar contra las fantasías con hechos, pero rápidamente se encontró con que la moneda de uso factual había sufrido una importante devaluación.

Los hechos preocupantes y los preocupados expertos, en el campo de los partidarios de la permanencia, fueron descalificados como meros elementos integrantes del  “proyecto del miedo" y rápidamente neutralizados con "hechos" de signo contrario: si noventa y nueve expertos aseguraban que la economía se derrumbaría  y uno solo estaba en desacuerdo con esto, la BBC nos contaba que cada lado tenía una visión diferente de la situación. (Este es un error de consecuencias desastrosas que termina ocultando la verdad; y que recuerda algunos informes en su día sobre el cambio climático). Michael Gove declaró en Sky News que "la gente de este país está harta ya de expertos". También comparó a diez economistas premios Nobel que habían firmado  una carta anti-Brexit con científicos nazis afectos a Hitler.

Durante meses, la prensa euroescéptica saludaba a bombo y platillo cualquier declaración dudosa así como desautorizaba toda advertencia de los expertos, llenando las portadas con innumerables titulares anti emigrantes al efecto, muchos de los cuales eran corregidos posteriormente pero siempre en letra muy pequeña. Una semana antes de la votación -ese día, Nigel Farage dio a conocer su incendiario cartel del "Breaking Point”  [Punto de ruptura], y la diputada Laborista Jo Cox, que había luchado sin descanso en favor los refugiados, fue asesinada a tiros-, la portada del Daily Mail mostraba una imagen de emigrantes en la trasera de un camión que entraban en el Reino Unido, con el titular de: "Somos de Europa: ¡déjennos entrar!".  Al día siguiente, el Mail y el Sun, que también llevaban la noticia en sus ediciones, se vieron obligados a reconocer que los polizones eran, en realidad, ciudadanos de Irak y de Kuwait.

La indiferencia descarada ante los hechos no se ha detenido ni siquiera después del referéndum: solo el pasado fin de semana, la fugaz candidata conservadora Andrea Leadsom, recién salida de su papel protagonista en la campaña en favor de la salida, ilustró el poder menguante de los elementos probatorios. Después de contarle al Times que ser madre haría de ella una mejor Primera Ministra que su rival, Theresa May, se rasgó las vestiduras al grito de "¡periodismo sensacionalista!" y acusó al periódico de haber tergiversado sus palabras, a pesar de que había dicho eso literalmente, tal como se comprobó luego en la grabación. Leadsom es una política de la era de la post-verdad, incluso cuando se trata de sus propias verdades.
Cuando un hecho empieza a parecerse a lo que uno percibe como cierto, se hace muy difícil que alguien pueda explicar la diferencia entre los hechos que son verdad y los "hechos" que no lo son. Los que idearon la campaña en favor de la salida era muy conscientes de tal cosa y sacaron pleno provecho de ello, sabedores de que la Autoridad de Normas Publicitarias no tiene potestad alguna para controlar las afirmaciones políticas. Pocos días después de la votación, Arron Banks, el mayor donante del UKIP y el principal proveedor de fondos de la campaña en favor de abandonar la EU dijo a The Guardian que los suyos supieron en todo momento que los hechos no ganarían. "Se adoptó un enfoque al estilo de los medios norteamericanos", declaró Banks. "Lo que dijeron al principio fue: 'Los datos no funcionan', y eso es lo que pasó. La campaña en favor de la permanencia se basó en hechos, hechos y solo hechos. Y esto, simplemente, no funciona. Tienes que conectar con la gente emocionalmente. Así se explica el éxito de Trump".

No es de extrañar pues que algunas personas se sorprendieran después al descubrir que el Brexit podría tener graves consecuencias y muy pocos de los beneficios prometidos. Cuando "los hechos no funcionan" y los votantes no confían en los medios de comunicación, cada cual cree en su propia "verdad"; y los resultados, como acabamos de ver, pueden ser devastadores.

¿Cómo pudimos acabar aquí?  ¿Y cómo vamos a solucionarlo?


Veinticinco años después de que la primera página web subiera al ciberespacio queda claro que estamos viviendo un periodo de transición vertiginosa. Durante los 500 años después de Gutenberg, la forma dominante de la información fue la página impresa: el conocimiento se impartía principalmente en un formato fijo, lo que animaba a los lectores a creer en verdades duraderas y bien establecidas.
Ahora estamos atrapados en una serie de confusas batallas que enfrentan a fuerzas opuestas: unas batallas entre la verdad y la falsedad, el hecho y el rumor, la bondad y la crueldad; entre los pocos y los muchos, los conectados y los alienados; entre la plataforma abierta de la red tal como la concibieron sus arquitectos y los recintos cerrados de Facebook y demás redes sociales; o entre un público informado y una muchedumbre muy mal orientada.

Lo que es común a todas estas batallas -y lo que hace que su resolución sea un asunto urgente- es que entrañan por igual una mengua de estatus respecto al concepto de verdad. Esto no quiere decir que no haya verdades. Simplemente significa, como nos ha dejado muy claro este año, que no podemos ponernos de acuerdo en lo que sean tales verdades; y que cuando no hay consenso acerca de la verdad y no hay manera de lograrlo, entonces no tarda en aparecer el caos.

Cada vez más, lo que se considera un hecho no es más que una opinión de alguien que la siente como verdadera; la tecnología ha hecho que sea muy fácil que estos "hechos" puedan circular con una velocidad y un alcance que eran inimaginables en la era de Gutenberg (o incluso hace una década). Una turbia historia como la de Cameron con el cerdo aparece en un tabloide por la mañana y al mediodía ya circula por doquier en las redes sociales y se convierte en fuente de información digna de confianza en todo el planeta. Esto puede parecer un asunto menor, pero sus consecuencias son gigantescas.

En la era digital es más fácil que nunca publicar información falsa que rápidamente se comparte y se toma por verdadera.

Tal como Peter Chippindale y Chris Horrie escribieron en su libro Stick It Up Your Punter! [¡Que no te levanten a tu cliente!], su historia del periódico The Sun, “…la Verdad es una mera declaración que cada periódico publica por su cuenta y riesgo". Por lo general, hay varias verdades contradictorias acerca de determinado asunto, pero en la era de la imprenta las palabras recogidas en una página fijaban las cosas, fueran éstas ciertas o no. Antes, toda información se sentía como verdadera, al menos hasta el día siguiente, que aportaba una  actualización o la corrección de la misma; pero todos compartíamos una visión común de los hechos.

Esta “verdad” establecida se solía transmitir de arriba abajo: era una verdad compartida y muy a menudo fijada por el establishment. Dicho dispositivo no carecía de defectos: demasiada prensa adolecía de un sesgo favorable hacia el statu quo y mostraba un respeto reverencial ante la autoridad, y era inconcebiblemente difícil para la gente del común desafiar al poder de la prensa. Ahora la gente desconfía de mucho de lo que se le presenta como hechos, en particular si los hechos en cuestión resultan incómodos o están desincronizados con los propios puntos de vista;  y si bien parte de esta desconfianza está fuera de lugar, otra no lo está tanto.

En la era digital resulta más fácil que nunca publicar informaciones falsas que, rápidamente, se comparten y se toman por verdaderas, como vemos a menudo en situaciones de emergencia, cuando la noticia se está difundiendo en directo. Para coger un ejemplo entre muchos otros, durante los ataques terroristas en noviembre de 2015 en París, se propalaron rápidamente rumores en los medios sociales de que el Louvre y el Centro Pompidou habían sido objeto de atentados, y de que François Hollande había sufrido un derrame cerebral. Se necesitan servicios informativos fiables para desacreditar ese tipo de cuento chino.

A veces rumores como estos se extienden por pánico; a veces por mala idea, y, en ocasiones, por una manipulación deliberada, casos éstos en los cuales una corporación o un régimen pagan a gente para transmitir tal o cual mensaje. Cualquiera que sea el motivo, las falsedades y los hechos ahora se propagan de la misma manera, a través de lo que los especialistas llaman "cascadas de información". Tal como apunta la jurista y experta en acoso en Internet Danielle Citron: “las personas tienen interés en saber lo que los demás piensan, incluso si esa información es falsa, engañosa o incompleta, porque creen que con ello se enterarán de algo valioso." Este ciclo se repite una y otra vez, y antes de que uno se percate, la cascada adquiere un impulso ya imparable. Uno comparte el post de un amigo en Facebook, tal vez para mostrar afinidad o coincidencia o, simplemente, para indicar que uno “está en el ajo", y  así aumenta la visibilidad de su mensaje frente a los demás.


Los algoritmos como los que impulsan los “muros de noticias” de Facebook están diseñados para darnos más de lo que se supone que queremos: lo que significa que la versión del mundo que nos encontramos todos los días en nuestro propio tráfico personal ha sido cocinada de forma invisible para reforzar nuestras creencias preexistentes. Cuando Eli Pariser, el cofundador de Upworthy, acuñó el término "filtro burbuja" en 2011 estaba hablando de cómo la red personalizada -y en particular la función de búsqueda personalizada de Google, que hace  que no haya dos búsquedas de Google iguales- conduce a que tengamos menos probabilidades tanto de estar expuestos a la información que nos cuestione o que amplíe nuestra visión del mundo como de toparnos con hechos que refuten la información falsa que otros han compartido.

La tesis de Pariser en ese momento era que los que dirigen las plataformas de los medios sociales deberían garantizar que "sus algoritmos prioricen unas visiones compensatorias y las noticias que sean importantes, y no sólo el material más popular o el más autovalidante". Pero en menos de cinco años, gracias al increíble poder de algunas plataformas sociales, el “filtro burbuja” descrito por Pariser se ha intensificado mucho.

El día después del referéndum sobre la UE, en un mensaje de Facebook el internauta y activista británico y fundador de mySociety, Tom Steinberg, nos brindó un claro ejemplo del poder del “filtro burbuja”  y las graves consecuencias cívicas que ello puede entrañar en un mundo donde la información fluye en gran medida a través de las redes sociales

    "Estoy buscando activamente a través de Facebook a personas que celebren la victoria del Brexit, pero el filtro burbuja es TAN fuerte, y se extiende TANTO en este momento, en cosas como la búsqueda personalizada de Facebook, que no puedo encontrar a nadie que sea feliz  a pesar de que más de la mitad de la gente de este país debe de estar claramente jubilosa hoy y a pesar del hecho de que estoy buscando activamente dentro lo que están diciendo”.

    “Este problema de la cámara de eco es ahora TAN grave y TAN crónico que sólo puedo rogarle a mis amigos que trabajan para Facebook y otros importantes medios de comunicación social y tecnológicos que les digan a sus jefes que no poner coto a este problema ahora equivale a apoyar activamente y financiar el desgarre del tejido de nuestras sociedades... Estamos creando países donde una mitad no sabe nada en absoluto sobre la otra mitad”.


Sin embargo, pedir a las empresas de tecnología que "hagan algo" acerca del “filtro burbuja” presupone que es un problema que se puede solucionar fácilmente y no algo que se cuece en unas redes sociales que parecen diseñadas para darle a uno y a sus amigos lo que desean ver.

Facebook, que sólo se puso en marcha en 2004, cuenta ahora con 1 600 millones de usuarios en todo el mundo. Se ha convertido en la principal forma para la gente de obtener noticias en Internet y, de hecho, dicha predominancia se produce bajo formas que hubieran sido imposibles de imaginar en la época de los periódicos. Tal como escribe Emily Bell: "Los medios sociales no sólo se han tragado al periodismo, sino que se lo han tragado todo. Se han tragado las campañas políticas, los sistemas bancarios, las historias personales, la industria del ocio, la venta minorista, incluso al Gobierno y la seguridad".

Bell, directora del Tow Centre for Digital Journalism de la Universidad de Columbia -y miembro del consejo del Scott Trust, dueño del Guardian- ha descrito el impacto sísmico causado por los medios sociales respecto al periodismo: "Nuestro ecosistema de noticias ha cambiado más drásticamente en los últimos cinco años", escribió el pasado mes de marzo, "de lo que quizás en cualquier otro momento de los últimos quinientos años." El futuro de la prensa se está poniendo “en manos de unos cuantos, que ahora controlan el destino de muchos". Los nuevos editores de prensa han perdido el control sobre la distribución de sus noticias que, ahora, para muchos lectores "pasan por el cedazo de algoritmos y plataformas que son opacos e impredecibles". Esto significa que las empresas que hay detrás de los medios sociales se han convertido en abrumadoramente poderosas a la hora de determinar lo que se lee y enormemente rentables gracias a la monetización del trabajo ajeno. Tal y como destaca la propia Bell: "Hay mayor concentración de poder en este sentido de la que hubo nunca en el pasado".

Las publicaciones supervisadas por editores en muchos casos se han visto sustituidas por un flujo de informaciones elegidas por amigos, familiares y contactos, y procesadas por algoritmos secretos. La vieja idea de una amplísima red abierta -donde los hipervínculos creaban de un sitio a otro todo un entramado no jerárquico y descentralizado de información– ha quedado suplantada en gran medida por unas plataformas diseñadas para maximizar el tiempo del usuario en las mismas; y algunas de éstas (como Instagram y Snapchat) no permiten siquiera enlaces externos.

Mucha gente, de hecho, y especialmente los adolescentes, pasan cada vez más tiempo en las aplicaciones de “chats cerrados”, que permiten a los miembros crear grupos para compartir mensajes privados; seguramente porque los jóvenes, que son más propensos a sufrir ciberacoso, buscan espacios sociales de mayor protección. Pero el espacio acotado de una aplicación de chat es un “silo” aun más restrictivo que el jardín amurallado de Facebook u otras redes sociales. 


Tal como escribió el bloguero y pionero iraní Hossein Derakhshan, encarcelado en Teherán durante seis años por su actividad en la red, en The Guardian a principios de este año: "la diversidad que la red había previsto originalmente" ha dado paso a "la centralización de la información” dentro de un grupo selecto de redes sociales, y el resultado final es "hacer a todos menos potentes en relación con el Gobierno y con las corporaciones".

Por supuesto, Facebook no decide qué se lee -al menos no en el sentido tradicional de la toma de decisiones- ni tampoco dicta qué noticias han de elaborar las empresas. Pero cuando una plataforma se convierte en la fuente dominante a la hora de acceder a la  información, las empresas de noticias a menudo adaptan su propio trabajo a las exigencias de este nuevo medio. (La prueba más evidente de la influencia de Facebook sobre el periodismo es el pánico que acompaña cualquier cambio en el algoritmo de noticias que amenace con reducir las páginas visitadas encaminadas a las empresas editoras.)

En los últimos años, muchas empresas periodísticas se han alejado por sí mismas del periodismo de interés público para acercarse a las “noticias basura” en búsqueda de más visitas para sus páginas y con la vana esperanza de atraer más clics y publicidad (o más inversión); pero al igual que la comida basura, uno se odia a sí mismo cuando se ha atiborrado de ella. La manifestación más extrema de este fenómeno ha sido la creación de granjas de noticias falsas, que atraen el tráfico con falsas noticias que están diseñadas para parecerse a noticias reales, y, por lo tanto, son ampliamente compartidas en las redes sociales. Pero el mismo principio se aplica a las noticias que resultan engañosas o sensacionalistas y mendaces, incluso si éstas no se han creado originalmente para engañar: la nueva unidad de valor para muchas empresas periodísticas es la viralidad, en lugar de la verdad o la calidad.

Por supuesto, los periodistas han hecho cosas mal en el pasado, ya sea por error o prejuicio o, a veces, de forma intencionada. (Freddie Starr, probablemente, no se comió un hámster, por ejemplo.) Por lo tanto, sería un error pensar que se trata de un nuevo fenómeno de la era digital. Pero lo que es nuevo y significativo es que hoy en día los rumores y las mentiras se leen tan ampliamente como si fueran hechos contrastados y, a menudo, aún más, ya que son más salvajes que la realidad y más interesantes a la hora de ser compartidos. El cinismo de este enfoque lo expresó abiertamente Neetzan Zimmerman, antiguo empleado de Gawker como especialista en historias virales con alto tráfico. "Hoy en día no es importante si una historia es real", dijo en 2014. Daba a entender que los datos se han acabado,  que son una reliquia de la era de la imprenta, cuando los lectores no tenían otra opción. Y continuó diciendo: "Si una persona no está compartiendo una noticia, en su esencia, ésta no es una noticia."

El auge de este enfoque nos indica que estamos en medio de un cambio fundamental en los valores del periodismo, un cambio hacia el consumismo. En lugar de fortalecer los lazos sociales, o la creación de un público informado, o la idea de la noticia como un bien ciudadano y una necesidad democrática, se crean bandas organizadas que propagan falsedades de consumo instantáneo que encajan con los puntos de vista de cada quien, reforzando las creencias de cada cual; y ahondando en las opiniones compartidas en lugar de hacerlo en los hechos probados.

Pero el problema es que el modelo de negocio de la mayoría de los medios digitales se basa en los clics. Los medios de comunicación de todo el mundo han llegado a un punto frenético y febril, de puro atracón de publicaciones, con el fin de rebañar los peniques y los centavos de la publicidad digital. (Pero no hay mucha publicidad que llevarse a la boca: en el primer trimestre de 2016, 85 centavos de cada dólar gastado en los EE.UU. en publicidad online fue a parar a Google y Facebook. Dicha cantidad se la solían llevar antes las empresas periodísticas).


En el servicio de noticias para teléfonos, todas las informaciones tienen el mismo aspecto, provengan de una fuente creíble o no. Y, cada vez más, las fuentes en principio fiables también están publicando informaciones falsas, engañosas o deliberadamente peregrinas. "Clickbait es el rey, por lo que las redacciones dan a imprimir de modo acrítico algunas de las peores cosas que circulan por ahí, lo que acaba dotando de legitimidad a lo que es puro bullshit", declaró Brooke Binkowski, editor de la página de desmentidos de rumores Snopes, en una entrevista en The Guardian del mes de abril. "No todas las salas de redacción son así, pero muchas de ellas sí."

Sin embargo, deberíamos tener cuidado en no descartar nada porque tiene un atractivo título como cebo para clics: los titulares atractivos son una buena cosa si conducen al lector a un periodismo de calidad, tanto si es serio como si es de entretenimiento. Considero que lo que distingue el buen periodismo del malo es la cantidad de trabajo que supone: el periodismo que más se valora es aquel del que puede decirse que alguien ha aportado un montón de trabajo,  en el que se puede sentir el esfuerzo que se ha empleado, en tareas grandes o pequeñas, importantes o de mero entretenimiento. Es el reverso del llamado "churnalism" [refritismo o perioreciclado: versión libre del traductor]: el reciclaje sin fin de historias escritas por otros para obtener más clics.

El modelo de publicidad digital no discrimina hoy entre lo cierto y lo no cierto, sino sólo entre lo grande y lo pequeño. Como escribió el reportero político estadounidense David Weigel a raíz de una mixtificación que se convirtió en un éxito viral en 2013: " El 'Ojo con lo demasiado bueno para querer comprobarlo' solía ser una advertencia a los editores de periódicos para que no se abalanzasen sobre las historias tipo bullshit. Ahora es un modelo de negocio en sí".

Una industria de publicación de noticias que persigue con desesperación cada clic barato no da la imagen precisamente de una industria en posición de fuerza y, de hecho, el negocio de la publicación de noticias está en crisis. El cambio a la publicación digital ha supuesto un cambio emocionante para el mundo del periodismo -tal como dije en mi ponencia para el ciclo de conferencias que lleva el nombre de Arthur Norman Smith que organiza la Universidad de Melbourne, en su edición de 2013, y que titulé The Rise of the Reader [El lector en auge]-: ha provocado "el rediseño de una nueva e importante relación de los periodistas con nuestro público, la forma en que pensamos sobre nuestros lectores, nuestra percepción del papel que hemos de tener en la sociedad, nuestro estatus… ". Esto significa que hemos encontrado nuevas maneras de conseguir historias: procedentes de nuestro propio público, o a partir de datos, o con origen en los medios de comunicación social… Se nos han dado nuevas formas de contar historias con las tecnologías interactivas y, ahora, con la realidad virtual. Se nos han dado nuevas formas de distribuir nuestro periodismo, de encontrar nuevos lectores en lugares insospechados; y se nos han dado nuevas formas de interactuar con nuestro público, abriéndonos a desafíos y debates.

Pero mientras las posibilidades del periodismo se han fortalecido gracias al desarrollo digital de los últimos años, el modelo de negocio está bajo graves amenazas porque no importa la cantidad de clics que se obtengan, pues nunca serán suficientes. Y si se quiere cobrar a los lectores para poder acceder al buen periodismo se tendrá que arrostrar el gran reto de persuadir al consumidor digital, que está acostumbrado a obtener información gratuita, de que tendrá que rascarse el bolsillo.

Los editores de noticias de todo el mundo están asistiendo a la dramática caída de los beneficios y de los ingresos. Si se quiere una clara ilustración de la nueva realidad de los medios digitales convendrá valorar los resultados financieros del primer trimestre anunciados por el New York Times y Facebook a principios de este año, publicados con una semana de diferencia. The New York Times reconoció que sus beneficios anuales habían caído un 13%, hasta los 51,5 millones de dólares, unos resultados más boyantes que los de la mayor parte de la industria editorial, pero que no por ello dejan de suponer un sustancial descenso. Facebook, por su parte, anunció que sus ingresos netos se habían triplicado en el mismo periodo hasta alcanzar  una cifra bastante sorprendente de 1 510 millones de dólares.

Muchos periodistas han perdido sus puestos de trabajo en la última década. El número de periodistas en el Reino Unido se redujo, entre 2001 y 2010, hasta quedar sólo un tercio de ellos; las redacciones en Estados Unidos disminuyeron  en una cantidad similar entre 2006 y 2013. En Australia hubo una reducción del 20% de personal periodístico sólo entre 2012 y 2014. A principios de este año, en el Guardian anunciamos que necesitábamos perder 100 puestos en la plantilla de la redacción. En marzo, The Independent dejó de existir como periódico impreso. Desde el año 2005, según una investigación de Press Gazette, el número de cabeceras  locales en el Reino Unido se ha reducido en 181: de nuevo, no debido a un problema con el periodismo, sino debido a un problema con la financiación del mismo.

Pero el que los periodistas pierdan sus puestos de trabajo no es simplemente un problema para los periodistas: tiene un efecto negativo asimismo sobre la cultura en general. Tal como advirtió el filósofo alemán Jürgen Habermas allá por 2007: "Cuando la reorganización y la reducción de costes en este núcleo principal amenaza los tradicionales estándares periodísticos, se está golpeando el corazón mismo de la esfera pública política. Y es que sin el flujo de información obtenida a través de una completa y profunda investigación, y sin el estimulo de argumentos basados en un conocimiento que no resulta barato, la comunicación pública pierde su vitalidad discursiva. Los medios de comunicación dejarían entonces de resistir frente a las tendencias populistas, y ya no podrán cumplir la función que debería corresponderles en el contexto de un estado de Derecho democrático".

Tal vez, entonces, el foco de la industria periodística tendrá que orientarse hacia la innovación comercial: cómo rescatar la financiación del periodismo, que es lo que está en peligro. El periodismo ha vivido innovaciones espectaculares en las últimas dos décadas digitales pero los modelos de negocios, no. En palabras de mi colega Mary Hamilton, editora ejecutiva  “sección lectores” del Guardian: "Hemos transformado todo en nuestro periodismo pero no lo suficiente en nuestro negocio."

El impacto en el periodismo de la crisis del modelo de negocio consiste en que, de tanto ir detrás de los clics baratos a expensas de la exactitud y la veracidad, las empresas de noticias socavan su razón misma de existir: descubrir  cosas y decirles a los lectores la verdad; informar, informar e informar.

Muchas salas de redacción están en peligro de perder lo que más importa en el periodismo: los hechos valiosos, la labor cívica del reportero, el trabajo de los que recorren las calles, de los que criban las bases de datos, de los que hacen desafiantes preguntas y trabajan duro para descubrir lo que alguien no quiere que se sepa. En verdad, el periodismo de interés público es exigente, y hay más necesidad de él que nunca. Ayuda a que los poderosos sean honrados; ayuda a las personas a encontrar sentido al mundo y su lugar en éste. Los hechos y la información contrastada son esenciales para el funcionamiento de la Democracia;  y la era digital lo ha hecho, si cabe, incluso más palmario.

Pero no hay que permitir que el caos del presente arroje sobre el pasado una luz color de rosa,  según ha podido verse en el modo en que se resolvió una tragedia que se había convertido en una de las páginas más negras de la historia del periodismo británico. A finales del pasado mes de abril, una investigación de dos años de duración dictaminó que las 96 personas que fallecieron en el desastre de Hillsborough en 1989 habían sido víctimas de un homicidio involuntario y no habían contribuido a la peligrosa situación que se dio en el campo de fútbol. La sentencia puso punto final a una incansable campaña de 27 años llevada a cabo por las familias de las víctimas, cuya causa fue objeto de seguimiento periodístico durante dos décadas, con gran pormenor y sensibilidad, por parte del periodista del Guardian David Conn. Su periodismo ayudó a descubrir la verdad acerca de lo que ocurrió en Hillsborough, y el posterior encubrimiento por parte de la Policía: un  ejemplo clásico de un reportero que obliga a los poderosos a rendir cuentas en beneficio de los menos poderosos.


Las familias estuvieron haciendo campaña  casi tres décadas debido a una mentira puesta en circulación por The Sun. El editor del tabloide, conocido como partidario de la derecha más agresiva, Kelvin MacKenzie, había culpado a los aficionados por el desastre ocurrido en las gradas, insinuando que habrían entrado por la fuerza en el campo sin entradas, algo que más tarde se reveló falso. Según la historia del diario The Sun que escribieron en su libro Horrie y Chippindale, MacKenzie impuso su visión por encima de la del propio reportero y colocó las palabras "LA VERDAD" en portada, pretendiendo decir así que los aficionados del Liverpool estaban ebrios, que limpiaron los bolsillos de las víctimas, que dieron puñetazos y patadas a los policías y orinaron sobre ellos, y que gritaron que querían sexo con una víctima fallecida. Según las palabas de un oficial de alto rango del cuerpo de Policía, "los aficionados actuaron como animales". Este relato, según Chippindale y Horrie, es la "clásica calumnia", carente de la más mínima evidencia al efecto, pero que "justamente encajaba con la fórmula de MacKenzie: hacer de altavoz a los prejuicios peores y más ignorantes que puedan darse en todo el país".

Es difícil imaginar que pudiese producirse ahora otro caso como el de Hillsborough: si 96 personas murieran aplastadas enfrente de 53 000 teléfonos inteligentes, con fotografías y relatos de testigos inundando las redes sociales, ¿habría tomado tanto tiempo el que la verdad aflorara? Hoy en día, la Policía -o Kelvin MacKenzie- no habrían sido capaces de mentir tan descaradamente y durante tantos años.

La verdad es una lucha. Requiere trabajar duro. Pero la lucha vale la pena: los valores tradicionales que sustentan las noticias son importantes y merecen ser defendidos. La revolución digital ha hecho que los periodistas -con razón, en mi opinión– se sientan más responsables ante su público. Y como nos demuestra la historia de Hillsborough, los antiguos medios eran ciertamente capaces de orquestar las más terribles patrañas, y éstas podían tardar años en ser desenmascaradas. Algunas de las viejas jerarquías vieron socavado su poder sin ningún tipo de miramientos, lo cual ha propiciado debates más abiertos y un cuestionamiento más sólido de  las antiguas élites cuyos intereses a menudo prevalecían en  los medios de comunicación. Pero esta era de la información incesante e inmediata –pero de verdades inciertas– puede resultar de lo más agobiante. Vamos de bellaquería en bellaquería, pero se nos olvida al poco cada una de ellas: cada tarde se celebra el día del juicio final.

    El desafío del periodismo hoy es establecer qué papel han de desempeñar las empresas periodísticas en el discurso público

Al mismo tiempo, la igualación del panorama de la información ha hecho brotar nuevos torrentes de racismo y sexismo y nuevos instrumentos para promover la humillación y el acoso, así como ha alumbrado un mundo en el que prevalecen los argumentos más altisonantes y zafios. Es  éste un clima que ha demostrado ser particularmente hostil para con las mujeres y las personas de color, dejando al descubierto que las desigualdades del mundo físico se reproducen con idéntica facilidad en el ciberespacio. The Guardian no es inmune a todo ello, razón por la cual una de mis primeras iniciativas como directora ha sido lanzar el proyecto “The Web We Want” [La red que queremos], para combatir contra toda una cultura general de abusos en la red y para preguntarnos de qué modo nosotros, como institución, podemos fomentar un debate  civil de mejor calidad en Internet.

Por encima de todo, el reto para el periodismo de hoy no es simplemente la innovación tecnológica o la creación de nuevos modelos de negocio. Conviene establecer qué función desempeñan aún las empresas periodísticas en un discurso público que se ha fragmentado hasta lo indecible y que ha quedado desestabilizado en sus fundamentos. Las asombrosas noticias políticas del pasado año -incluido el voto del Brexit y la emergencia de Donald Trump como candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos- no son meras derivadas de un populismo redivivo o una revuelta protagonizada por las víctimas del capitalismo mundial.

El ascenso de Donald Trump es un síntoma del creciente debilitamiento de los medios de comunicación, según Zeynep Tufekci.

Tal como argumentaba el académico Zeynep Tufekci en un ensayo publicado a principios de este año, el auge de Trump "en realidad es un síntoma de la creciente debilidad de los medios de comunicación, sobre todo en cuanto al control de los límites de lo que es aceptable decir". (Algo similar podría argumentarse respecto a la campaña del Brexit). Según él, "durante décadas los periodistas de los principales medios de comunicación actuaron como controladores que enjuiciaban qué ideas merecían  ser debatidas públicamente y cuáles  se consideraban demasiado radicales". El debilitamiento de estos controladores de acceso es algo tan positivo como negativo; ofrece sus oportunidades y entraña sus peligros.

Una enseñanza del pasado es que los antiguos controladores también podían causar grandes daños, y que se mostraban  a menudo intratables a la hora de dar cabida a cuestiones que consideraban alejados de la corriente principal del consenso político. Pero sin algún tipo de consenso es difícil que logre  afianzarse la verdad. La decadencia de estos controladores le ha dado cancha a Trump para suscitar temas que anteriormente eran tabú, como los costes de un régimen de libre comercio mundial, que benefician más a las grandes empresas que al  trabajador de a pie, por ejemplo,  una cuestión que las élites estadounidenses y gran parte de los medios de comunicación habían soslayado durante demasiado tiempo; y al mismo tiempo y  de la manera más obvia han permitido que se abrieran paso las infamantes mentiras de Trump.

Cuando el estado de ánimo imperante es anti élite y anti autoridad, la confianza en las grandes instituciones, incluidos los medios de comunicación, comienza a desmoronarse.

Creo que vale la pena luchar por una cultura periodística fuerte. Así ha de ser un modelo de negocio que sirva y premie a las empresas que colocan la búsqueda de la verdad en el centro de toda su actividad; empresas que obren por  la creación de un público informado y activo y que tengan en su punto de mira a los poderosos, y que no quieren que su público sea una panda  de gente reaccionaria y mal informada y que ataca a los más vulnerables. Debemos celebrar y fomentar los valores tradicionales del periodismo: informar, comprobar, recabar testimonios presenciales, procurar descubrir con seriedad lo que realmente ha sucedido.

Tenemos el privilegio de vivir en una época en que podemos utilizar muchas nuevas tecnologías, y contar con la ayuda de nuestro público para ello. Pero también hay que lidiar con las cuestiones básicas de la cultura digital, y ser conscientes de que el paso de la imprenta a los medios digitales no solo es un cambio de tecnología. También debemos arrostrar las nuevas dinámicas de poder que estos cambios han generado. La tecnología y los medios de comunicación no existen de forma aislada, sino que ayudan a configurar la sociedad, al igual que se ven configurados por ésta. Eso significa comprometerse con las personas como actores cívicos, como ciudadanos, como iguales. Se trata en definitiva de la capacidad de rendir cuentas, de luchar por un espacio público y de asumir la responsabilidad de hacer posible un mundo en el que queramos vivir.

(Tradu exprés con la ayuda de P. Jacas)

Arde Troya y su caballo

El consejero de Justicia de la Generalitat, erre que erre, ante la flagrante provocación de la Generalitat y de medio Parlament.
Aquí.
Dice que lo de la independencia es un clamor popular, un tema que está que arde, y que sólo se arreglará con política y que, por otro lado, el TC no es un órgano judicial  tipo bombero apagafuegos que pueda suplir las actuaciones de los tribunales ordinarios.
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Tiene razón en ambas cosas: uno, que el asuntillo es de juzgado de guardia, y dos: que es una cuestión sólo política.

Elevar al TC el asunto es una manera cobarde de eludir la decisión política que debería tomarse a nivel político.
La soberanía de un país no puede depender de una sentencia de un tribunal, por alto que sea éste.

Una vez de acuerdo las partes, procede que la Cortes adopten las medidas correspondientes, instadas por el Gobierno.

No cabe temer a la legalidad democrática, de hecho ese temor es lo que da alas a los que hacen de la mentira su caballo de Troya.